Golda Meir: un símbolo brillante de Israel

Colinas del Tiempo

 

«El internacionalismo no significa el fin de las naciones individuales. Las orquestas no significan el fin de los violines».
Golda Meir

«Golda Meir es el hombre más firme de mi gobierno, la verdadera estrella de Israel», dijo en una ocasión David Ben Gurión, el fundador del Estado de Israel.

Entre los fundadores de 1948 hubo muchos hombres sobresalientes, pero sólo hubo una mujer a quien se le consideró y se le sigue considerando como el símbolo más brillante de la nación judía: Golda Meir.

Golda nació en 1898 en la ciudad de Kiev de la Rusia zarista. Cuando tenía ocho años de edad, su familia se marchó a los Estados Unidos. Vivió en Milwuakee (Wisconsin) uniéndose a un movimiento sionista, se casó con Morris Myerson y en 1921 emigró a Palestina.

En 1924 se trasladó a Jerusalém y empezó a destacar en su círculo activista «la Histadrut». En 1946 las autoridades británicas detuvieron a la mayoría de los líderes judíos y fue entonces que reemplazó a Moshé Sharett al frente de la Agencia Judía hasta la creación del Estado, en 1948.

Se encontró, en secreto, con el rey Abdula de Jordania en vísperas de la invasión árabe a Israel de 1948, pero sin éxito. En junio de ese año fue nombrada embajadora de Israel en la Unión Soviética. Ejerció el cargo de Ministra de Trabajo y Seguro Nacional entre 1949 y 1956, aplicando políticas de bienestar social y entregando viviendas subvencionadas a los inmigrantes.

Entre 1956 y 1966, fue ministra de Relaciones Exteriores, cimentando las relaciones con Estados Unidos e iniciando contactos bilaterales con América Latina.

Después del fallecimiento del Primer Ministro Leví Eshkol en 1969, fue elegida para sucederle. En 1969 llevó su partido a la victoria en las elecciones.

En octubre de 1973 estalló la guerra de Yom Kipur y como Primer Ministro, concentró sus esfuerzos en el frente diplomático, consiguiendo con gran éxito ayuda económica y militar.

Por expreso «deseo del pueblo» se retiró de la vida pública a mediados de 1974, tras haber renunciado a su cargo.

Hasta el día de hoy, entre los judíos, se dice que al recordar la palabra “agradecimiento” viene a la mente el nombre de Golda Meir. Su compromiso con su tierra y con su gente fue ejemplo de la tenacidad del ser humano. Su amorosa entrega, su fuerza y su dedicación total, hicieron saber al mundo que ella era un verdadero motor de montañas.

Hace unos 25 años, la brillante periodista italiana Oriana Fallaci hizo una entrevista con la Dama de Hierro del Oriente Medio.

He aquí unos fragmentos de esta conversación:

Señora Meir, ¿cuándo llegará la paz a Oriente Medio? ¿Llegaremos a ver esta paz en el transcurso de nuestra vida?

Creo que la guerra en Oriente Medio durará aún muchos, muchos años. Y le diré por qué: por la indiferencia con que los dirigentes árabes envían a morir a su propia gente, por lo poco que cuenta para ellos la vida humana, por la incapacidad de los pueblos árabes para rebelarse y decir: ¡basta!

¿Recuerda cuando Kruschev denunció los delitos de Stalin durante el XX Congreso del Partido Comunista? Se alzó una voz del fondo de la sala que dijo: «Camarada Kruschev, ¿y tú dónde estabas en aquella época?». Nikita escrutó a los asistentes en busca de su rostro, no lo encontró y preguntó: «¿Quién ha hablado?». Nadie contestó. «¿Quién ha hablado?», preguntó de nuevo. Nadie contestó. Entonces, Kruschev exclamó: «Camarada, yo estaba donde tú estás ahora».

Pues bien, el pueblo árabe está precisamente donde estaba Kruschev, donde estaba el que lo acusaba sin atreverse a mostrar su cara.

A la paz con los árabes sólo se podría llegar a través de una evolución por su parte que incluyera la democracia. Pero vuelva a donde vuelva los ojos, no veo ni sombra de la democracia, solamente regímenes dictatoriales. Y un dictador no tiene por qué dar cuentas a su pueblo de una paz que no hace. Ni siquiera tiene por qué rendir cuentas de los muertos.

En los últimos tiempos, la guerra en Oriente Medio ha tomado un nuevo aspecto: el aspecto de terror, del terrorismo. ¿Qué piensa usted, señora Meir, de este tipo de guerra y de los hombres que la dirigen?

Pienso sencillamente que no son hombres. Ni siquiera los considero seres humanos. Y lo peor que se puede decir de un hombre es que no es un ser humano.

Nunca voy a olvidar la frase de Habash cuando hizo saltar un autobús lleno de niños israelíes: «Lo mejor es matar a los israelíes cuando son todavía niños». La suya no es una guerra, ni siquiera un movimiento revolucionario porque un movimiento que aspira sólo a matar no puede definirse como revolucionario.

Muchas generaciones de árabes han sido alimentadas con odio hacia nosotros. En las escuelas de Gaza hemos encontrado libros de aritmética que proponían tareas de este estilo: «Tenemos cinco israelíes, matamos tres, ¿cuántos israelíes quedan por matar?». Cuando enseñan cosas semejantes a criaturas de siete u ocho años, cualquier esperanza se desvanece.

Entonces, ¿qué hacer en esta situación? ¿Acaso tenemos que permanecer mano sobre mano, rogando a los dioses y murmurando «esperamos que esto no suceda más»? No sirve de nada rezar. Lo que sirve es contraatacar con todos los medios posibles.

Señora Meir, dicen que es usted muy dura e inflexible.

Hay algunos puntos en política por los cuales se me puede considerar dura. En realidad, no estoy dispuesta a transigir y lo afirmo de manera diamantina: creo en Israel, no cedo respecto a Israel. Punto y aparte.

Además, en los últimos años me he visto muchas veces en la necesidad de tomar determinadas decisiones, por ejemplo, enviar a nuestros soldados a lugares de los que no regresarían, u ordenar operaciones que costarían la vida a quién sabe cuántas criaturas de ambas partes. Y yo sufría, sufría mucho, pero daba estas órdenes como las hubiera dado un hombre. Daba estas órdenes, entendiendo muy bien que la guerra es una inmensa estupidez.

A veces lloraba a lágrima viva al tomar una decisión dura. Bien, ¿y si fuese así? No me parece nada malo. Al contrario. Siempre me ha dado pena la gente que teme a los sentimientos, a las emociones y esconde aquello que siente y no sabe llorar. Muchos me acusaban de llevar la política con los sentimientos más que con el cerebro.

¿Sabe, señora Meir, que a usted se le considera en Occidente como el símbolo de Israel?

¿Símbolo yo? ¡Nada de símbolo! ¿Acaso me está tomando el pelo? Le juro por mis hijos y nietos que nunca se me ha ocurrido clasificarme en la categoría de Ben Gurión o de otros grandes hombres que fundaron Israel. ¡No estoy tan loca! He hecho lo que he hecho, de acuerdo, pero excluyo la idea de que, si no hubiera hecho lo que he hecho, Israel sería distinto.

No me afligen manías de grandeza, pero tampoco me perturban complejos de inferioridad. No soy perfecta, pero no creo haber fracasado en mi carrera, ni como ministro de Trabajo, ni como ministro de Asuntos Exteriores, ni como secretario del partido, ni como jefe de gobierno. Debo admitir, más bien que, a mí parecer, las mujeres pueden ser buenos gobernantes, buenos jefes de Estado.

Creo que las mujeres, más que los hombres, poseen una capacidad especial para desempeñar este oficio: la capacidad de ir directo al asunto, de agarrar al toro por los cuernos. Las mujeres son más prácticas, más realistas. No se pierden en vaguedades como los hombres que dan cien vueltas antes de llegar al nudo de la cuestión.

¿Piensa retirarse de la política?

Le doy mi palabra. En mayo del próximo año cumpliré 75 años. Soy ya vieja. Estoy exhausta. No puedo continuar eternamente en esta locura. Si supiera cuántas veces me digo: ¡al diablo todo y todos. Ya he hecho mi parte. Ahora que los demás hagan la suya. Basta, basta, ¡basta!

No me quedan muchos años de vida. Y estos años los quiero pasar haciendo lo que quiero: dormir, leer libros, charlar de todo y de nada, cocinar, planchar, limpiar la casa o estarme mano sobre mano. A veces me gusta estar sin hacer nada… Al infierno las frases serías y los discursos políticos. Quiero, por fin, ser la dueña del reloj, no que el reloj sea mi dueño.

¿De qué tiene miedo, señora?

Mi único miedo es vivir demasiado tiempo.

Golda Meir murió en 1978 a la edad de 80 años.


Fuentes: http://www.articlearchives.com y www.prodiversitas.bioetica.org

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