Cómo empecé a leer


Por MARCOS AGUINIS

La lectura y los recuerdos de infancia se parecen. En los dos casos, de forma indeleble quedan fijados muchos fragmentos. Pero esos fragmentos contienen suficiente flexibilidad para adaptarse al tiempo presente. Al releer un texto conocido surgen diferencias con lo que nos garantizaba la memoria. Al evocar el pasado con otro testigo de la misma escena, cambian los colores.

Son innumerables los libros que fatigué con ojos ávidos. Son fuertes los recuerdos que no se me borran.

Comencé a vincularme con la lectura al aprender las primeras letras en casa de una maestra llamada Doña María. Vivíamos en Cruz del Eje, al noroeste de la provincia de Córdoba. En esa época recién se ingresaba a la escuela primaria con seis años de edad. No había Jardín de Infantes. Doña María enseñaba en su galería cubierta por un techo de cinc, sobre cuyo borde colgaban glicinas que recuerdo muy azules. Éramos varios estudiantes de diversas edades sentados en torno a una gran mesa de madera grisácea sin mantel. La mayoría recibía lecciones para superar sus dificultades en la escuela. Me parece que yo era el único al que ella enseñaba a trazar palotes. Las primeras hojas de mi cuaderno mostraban una desvergonzada torpeza. Las volvía a mirar una y otra vez para cerciorarme de mis progresos. Hasta que esa mujer de cabellos blancos atados a la nuca me enseñó que cada sonido podía ser dibujado y luego identificado mediante trazos específicos. Por eso a la “m” le decía “mmmm”, no “eme”. Tanto me impresionó el descubrimiento que lo mostré a mis padres. Ellos sonrieron y pusieron delante de mí libros y periódicos que apoyaban esa revelación.

Pero después me negaba a leer. Una impaciencia exagerada me hacía abandonar el esfuerzo. Mi madre era una persona a quien no la asustaba ningún esfuerzo, y menos si debía aplicarse para la conquista de la cultura. Derroté su esmero y una tarde dijo que me llevaría a la Biblioteca Pública. ¿La qué…? La Biblioteca Pública que hacía medianera con nuestra casa. No entendí y fui arrastrado de la mano, por no decir de las orejas.

Éramos muy pobres y papá realizaba sus trabajos de “cuéntenik” con un sulky tirado por un hermoso caballo negro bautizado Negrito (invirtió poca imaginación). El corral estaba junto a la medianera de esa Biblioteca. Yo ayudaba en abrir los fardos de alfalfa y acomodarlos en un cajón. También a llenar su cubo de agua. Me divertía recoger el guano con una pala y cubrir con tierra los charcos de orina. El fuerte olor del corral y su penumbra me daban un inexplicable placer.

Cuando ingresé a la Biblioteca junto a mi madre, me pareció haber cambiado de mundo. Paredes tapizadas con enjoyados lomos de libros sobre los cuales se cerraban grandes ventanas de cristal. Pisos de mosaicos brillantes. Mesas de dos aguas para los diarios. Una enorme mesa horizontal cargada de revistas. Y el escritorio de la Señorita Britos. Mamá me presentó, ella sonrió con ternura y enseguida me invitó a tomar asiento mientras me entregaba revistas con ilustraciones infantiles. Su técnica fue simple. Me entusiasmó con las historietas y luego con breves aventuras, cada vez menos cortas, hasta que recalé en autores que no podía abandonar. Entre los seis y catorce años, cuando nos mudamos a la ciudad de Córdoba, cometí la gesta de devorar casi todas las maravillas de ese santuario. Le debo más de lo que me atrevo a confesar. 

La Biblioteca se llamaba Jorge Newbery. Un amigo descubrió la razón de ese nombre: se trataba de una Biblioteca de “alto vuelo” –dijo-, por lo menos para vos.   

En esa Biblioteca descubrí ilustraciones sobre la gesta de Moisés. Lo veía alzando su largo bastón para abrir las aguas del Mar Rojo y luego bajando del monte Sinaí con dos tablas de piedra con breves inscripciones. Despertaron mi curiosidad y pedí una historia más completa. La Señorita Britos buscó en una sección y me trajo un volumen ilustrado de la Biblia. Fue mi primer ingreso a esa infinita joyería que ofrecen sus variados libros. Después todo fue más fácil, atractivo, seductor. Exploré historias y leyendas, anécdotas y enseñanzas. Se abrió mi cabeza como los tentáculos de un pulpo, decidido a comerse el mundo.

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